sábado, 22 de diciembre de 2007

Conciencia clara, conciencia oscura



Cuando salimos sabíamos que todo el firmamento estaba a nuestro favor. La nave funcionaba adecuadamente. El tiempo era bueno y nuestros ánimos estaban en lo más alto. Al caer la noche, todas las estrellan nos saludaban tintineantes. Unas brillaban más que otras, las más lejanas. Una brillaba especialmente. Con colorines, dijo el pequeño. El rumbo era firme y directo hacia levante, mejor hacia oriente. Al subir iba desapareciendo de nuestra vista el suelo que hacía muy poco pisabamos. El ruido era zumbón, agradable y extraño. Pero así era. Poco a poco nos íbamos acostumbrando a estas sensaciones. Ninguno de nosotros nos atrevíamos a comunicarnos con los demás. Nadie dormía. La vela era silenciosa y espesa. No era el miedo lo que nos condicionaba. Nos dijeron muchas cosas sobre nuestro destino. Tantas que yo, al menos, me sentía confuso, sin saber que pensar acerca de que podíamos encontrarnos. La carga que portabamos en las bodegas de la nave era apropiada para nuestra raza, pero ¿sería bien recibida por los habitantes de nuestro punto de destino?. En el caso de que allí existiese alguien...
Nos posamos suavemente, sin estridencias. Cuando los motores se apagaron el silencio fué absoluto. Alguien, que había mirado por una de las escotillas una vez que la polvareda se disipó, avisó a los que estaban cerca. El paisaje que veían era espectacular. Multitud de postes de un material extraño culminados por no más extrañas piezas de color verde. Al fondo se percibía, se adivinaba, diría yo, una línea ancha de color gris con reflejos plateados.
Descendimos tropezando por la escala hasta tocar suelo. De pronto algo, de golpe y sin avisar, se presentó ante nosotros. Con un sonido ronco que salía de su interior, nos dijo algo, que más tarde supimos lo que quería decir: "Bienvenidos colegas, soy Sabina, Joaquín Sabina".
Joao de Lugano