sábado, 12 de abril de 2008

El caballero perdido.

I. La partida

“El mejor método, cuando tienes hombres bajo tu mando, es utilizar al avaro y al tonto, al sabio y al valiente, y darle a cada uno de ellos la responsabilidad que más le convenga”
Sun Tse.

El caballero templario se encontraba aquella madrugada en la cima del cerro observando toda la amplitud de la campiña que tenía bajo sus pies. El viejo soldado contemplaba el sol naciente apoyado en el pequeño muro. Mantenía los ojos entornados. Por su mente habían pasado, durante la vela de la guardia, momentos vividos en los últimos veinte años. Años de luchas contra el enemigo, contra los enemigos de Cristo y, especialmente, contra él mismo: su principal adversario. Debería, apenas estuviese el sol fuera y una vez relevado de la guardia, acudir a la capilla para los rezos de prima. Después recuperaría fuerzas en el refectorio mediante una sencilla colación. Rondaba los cuarenta y cuatro años, que cumpliría en el próximo veintitrés de julio de aquel año del señor de mil doscientos noventa y ocho, y aunque su cuerpo, curtido por cien batallas y mil jornadas de abstinencias, todavía se conservaba ágil y fuerte, su mente se le hacía cada vez más anciana y gastada. Después de la caída de varias plazas tiempos atrás inexpugnables en poco menos de cinco años, aquella guarnición le resultaba ya de poca utilidad. Sólo merecía la pena permanecer allí, si acaso, por la espera ansiosa de cierto acaecimiento anunciado por el comendador semanas antes y que sin duda estaba próximo a acontecer. De cualquier forma, esto no valía sino para aumentar más la desazón que ya de por sí le machacaba su interior.

Máximo de Hinojosa había nacido en una aldea pobre, de campesinos pobres, situada en la Baja Extremadura y perteneciente por aquel entonces al reino de Portugal. Su padre era vasallo del señor de Moura. Cuando falleció, contando Máximo doce años de edad, le dejó como herencia seis hermanos menores y el vasallaje de su señor, que le correspondía por costumbre como primogénito de la familia que era.

Con la edad de diecisiete años fue enrolado para servir en las tropas que el señor de Moura aportaba a la octava cruzada cristiana de Palestina, la segunda de San Luis. Aquel servicio supondría un buen alivio a las penosas condiciones de vida de él y de sus hermanos, al menos hasta su regreso de la contienda. A tal efecto fue embarcado un mes de enero en el puerto de Lisboa rumbo a Tierra Santa.

"Ay Roseta de Lisboa.
No me acuerdo de tu cara,
morena resalada.
Cosas que tiene el amor"

Tras cuatro largos meses de dura travesía, con escalas en diversos puertos del mediterráneo, la expedición cruzada atracó finalmente en el puerto cristiano de Jaffa. Máximo fue destinado, para servicio y gloria de la comunidad de Cristo, como escudero de un caballero lego cuyo cuartel estaba en el castillo que el Temple tenía en Athlit. Aún le restarían días de larga marcha por el desierto antes de incorporarse definitivamente a su destino.

Mientras Máximo apuraba sus reflexiones, Ramiro de Silva asomó por el repecho de la pequeña loma. De un pequeño salto, se incorporó ágilmente al costado del hermano soldado.
- Bendiciones, Máximo. ¿Novedad en la guardia? – dijo, a modo de saludo.
- Ninguna de especial mención. Largas y duras cada vez más me resultan estas vigilias. Y vos, ¿traéis alguna de allí abajo?.

El gesto, a modo de respuesta del joven recién incorporado, dejó entrever, sin lugar a duda, que se seguía manteniendo en la guarnición la tensa expectación de la espera.
- Os dejo. Voy a los rezos en capilla. No descuidéis la vigilancia del flanco derecho. Pueden ser visiones mías, pero me ha parecido apreciar cierto movimiento, apenas nada. Sin embargo, algo se ha agitado en la hondonada que lleva a la playa.
- Quimeras de un viejo soldado. – espetó Ramiro mostrando una amplia y limpia sonrisa en su rostro redondo.
- No lo pongo en duda. Pero vos, vigilad. – insistió Máximo.
- Id a vuestros rezos, y que el Señor os acompañe.
Empezaba a clarear. Las formas difusas del castillo-abadía surgían en la distancia. Situado en la otra loma, más al norte, la mole de piedra se erigía majestuosamente sobre la meseta. El edificio principal, de forma octogonal aunque no totalmente regular, estaba rodeado por una muralla cuadrada cuyos muros tenían una altura de casi treinta pies. Visto en la lejanía conforme amanecía, y después de una larga vigilia de centinela, producía un cierto sentimiento de alegría, una grata sensación de amparo. En lo más alto del torreón ondeaba la bandera de la orden.

“La primera vez que la vi, no podía suponer lo que iba a representar en mi vida esta enseña, estos muros y todo lo que en allí se encierra”. Se ajustó la cota de malla. Tragó saliva y empezó a bajar la cuesta. Una racha de viento húmedo procedente de la costa le batió el rostro. “Tengo miedo – dijo para sí”.

El milagro se había producido. Nada más llegar al patio principal, el hermano sargento se le acercó con agitación y le conminó aligerarse en dirección al cuarto de armas donde el capellán de la abadía esperaba para hablar con él.

Las órdenes eran claras y concisas. Debería abandonar el castillo en el plazo máximo de tres noches para que, acompañado de un ayudante escogido por él mismo, dirigirse a Ruan, donde recibiría instrucciones de la misión que debería llevar a cabo. Misión que había sido personalmente dictada por el comendador.
-¿A quién escogeréis como escolta? – preguntó el abate.
- Ramiro es buen soldado, solo que algo inexperto. Tendré que elegir entre la voluntad y la crueldad, respondió sin muchas ganas.
- Deberéis andar con mucho cuidado, Máximo. El peligro os lo encontrareis más en la voluntad de los hombres que en sus armas. Los tiempos son de revuelo y confusión política. Las intrigas son las espadas contra las que hoy nos enfrentamos. Lo malo es que lo hacemos entre nosotros.- aseveró con tristeza el más anciano de los monjes.
- Nos han entrenado para saber quien es el enemigo directo. Al que hay que combatir en el campo de batalla. Yo no sé enfrentarme a otro tipo de adversario, salvo yo mismo.

La reflexión en voz alta del soldado sirvió de punto final a aquella breve entrevista.

La expedición estaba lista apenas pasados dos días. La componían dos mulas con toda la carga necesaria para un viaje de casi treinta jornadas de marcha, - mitad desierto - dos de los mejores caballos de la cuadra, al tiempo ágiles y fuertes, que pudieran servir tanto para la marcha como para salir airoso de posibles escaramuzas que a buen seguro tendrían que enfrentarse. Máximo se decantó por Roger como acompañante y auxiliar en la misión. Roger era buen jinete, válido para las operaciones de rastreo y más que un buen soldado empuñando un arma. Sobre todo con la espada larga que todo templario poseía como parte de su impedimenta de combate.

La batalla sicológica y de astucia la reservaba sólo para el.

Joao de Lugano
Abril 2008.